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"Somos improbables, pero aquí estamos."

Sebastian Barros . | June 13, 2025


Si alguien confía en la ciencia, entonces debe aceptar al menos un milagro. Ese milagro es el momento en que todo comenzó. Según el entendimiento cosmológico actual, todo el universo —espacio, tiempo, materia y energía— se originó a partir de una singularidad hace aproximadamente 13.800 millones de años. No hubo causa física, ningún evento previo ni mecanismo natural. Todo surgió de lo que parece ser nada.


Esto no es una afirmación teológica. Es el modelo estándar de la física. El momento que llamamos el Big Bang marca un límite. Las leyes de la naturaleza, incluyendo el tiempo, el espacio, la materia y la causalidad, comienzan en ese momento. No existe un “antes”, porque el tiempo mismo no existía. La pregunta de qué causó el Big Bang no solo está sin respuesta; puede que sea intrínsecamente irresoluble. Cualquier causa tendría que operar fuera de nuestro universo físico, más allá del tiempo y el espacio, posiblemente bajo leyes y principios totalmente distintos a los que conocemos. Como tal, el origen de todo puede encontrarse no solo más allá de nuestros instrumentos, sino de nuestra propia cognición. Los límites no son solo tecnológicos. Son estructurales. Lo que hay más allá de ese primer instante podría permanecer, por definición, fuera del alcance del entendimiento humano.


Este misterio fundamental suele pasarse por alto. Cuanto más aprendemos sobre el universo, más parece no solo vasto y elegante, sino también extraordinariamente improbable. El progreso científico no ha borrado el asombro. Lo ha profundizado.


El universo opera bajo un conjunto de constantes físicas—cantidades medibles que determinan la fuerza de las interacciones, el comportamiento de las partículas y la expansión del espacio. Estas constantes no son predichas por teoría alguna. Son datos que descubrimos mediante observación, y su precisión es asombrosa.


Considera la constante cosmológica. Este valor determina la velocidad de expansión del universo. Si fuese mayor solo por una parte en diez a la ciento veinte, la expansión habría sido demasiado rápida para que se formaran galaxias, estrellas o planetas. Este nivel de precisión es difícil de expresar en términos cotidianos. Un uno seguido de 120 ceros excede el número total de átomos en el universo observable.

Cuanto más aprendemos sobre el universo, más parece no solo vasto y elegante sino también extraordinariamente improbable.

De modo similar ocurre con la fuerza nuclear fuerte, que mantiene unidos protones y neutrones dentro de los núcleos atómicos. Si esta fuerza fuera apenas un 2 % más intensa, la fusión del hidrógeno en las estrellas se vería alterada, produciendo solo elementos más pesados. La vida tal como la conocemos sería químicamente imposible. Si fuera un 5 % más débil, el hidrógeno no se fusionaría en absoluto y las estrellas jamás se encenderían. No habría luz, calor ni materia compleja.


La proporción entre la fuerza electromagnética y la gravedad también debe caer dentro de un rango extremadamente estrecho. Si variara solo una parte en diez a la cuarenta, la materia no se agruparía en estructuras estables. No podrían formarse planetas. La química no procedería como la observamos. Estos valores no son aproximados: son exactos hasta muchos decimales. La probabilidad de que todos coincidieran por azar es prácticamente nula.


Roger Penrose, premio Nobel de Física, calculó que las probabilidades de que el universo temprano poseyera las condiciones necesarias para la vida son de una en diez elevado a diez elevado a la 123. Este número es tan enorme que no puede visualizarse. Es, simplemente, inimaginable.


Somos improbables, pero aquí estamos.

Para evitar las implicaciones filosóficas de esta improbabilidad, muchos físicos proponen la existencia de un multiverso. Según esta visión, nuestro universo es solo uno entre muchos otros, cada uno con leyes físicas distintas. En ese marco, no sorprende que uno de esos universos resulte adecuado para la vida. Simplemente estamos en el que funciona.


Sin embargo, el multiverso no es una teoría empírica. Otros universos, si existen, están más allá de la observación. No existe experimento posible que confirme o refute su existencia. En consecuencia, el multiverso funciona no como conclusión científica, sino como una hipótesis metafísica introducida para preservar la idea de que el universo es, en última instancia, producto del azar.


Mientras la cosmología plantea estas preguntas externas, la neurociencia revela una frontera interna. El cerebro humano procesa cerca de 11 millones de bits de datos sensoriales por segundo. Sin embargo, nuestra conciencia solo puede manejar alrededor de cuarenta a sesenta bits en un instante dado. Más del 99,999 % de la información es filtrada antes de llegar a la conciencia.


Esto no es un fallo. Es un mecanismo de supervivencia. El cerebro evolucionó para procesar la información relevante para la seguridad y la reproducción, no para percibir la realidad última. Lo que vemos, oímos y sentimos no es el mundo mismo, sino un modelo comprimido de él. Como ha escrito el neurocientífico David Eagleman, nuestra experiencia es una interfaz de usuario, no una ventana directa a la estructura del cosmos.

El lenguaje, como la percepción, evolucionó para la supervivencia. Su función primaria es la coordinación, no la revelación. Nuestras palabras para conceptos como eternidad, conciencia o lo divino son aproximaciones simbólicas. Intentos de describir ideas que probablemente superan la capacidad de nuestro lenguaje para expresarlas plenamente.

“El primer sorbo del vaso de las ciencias naturales te convertirá en ateo, pero al fondo del vaso Dios te espera.”

Luego está el misterio sin resolver de la conciencia misma. No existe teoría científica que explique por qué tenemos experiencia subjetiva. El cerebro puede estudiarse en detalle y su actividad medirse. Pero el surgimiento de la conciencia, del yo, la memoria, la identidad y la intención sigue sin explicación. Esto es lo que los filósofos llaman el “problema duro” de la conciencia. No se trata de falta de datos; es una carencia de herramientas conceptuales.


A pesar de los grandes avances en inteligencia artificial, neurociencia y psicología cognitiva, todavía no entendemos por qué algo “se siente como algo”. Podemos describir cómo se disparan las neuronas, pero no explicar por qué ese disparo produce la sensación de belleza, dolor, miedo o amor. La conciencia es la parte más básica e indiscutible de nuestra vida, y sin embargo no podemos decir qué es ni de dónde viene.


Todas estas fronteras —la precisión cosmológica, los límites matemáticos, la compresión perceptiva y la conciencia subjetiva— apuntan a la misma conclusión. El conocimiento humano es poderoso, pero incompleto. La razón es esencial, pero tiene límites. Hay verdades que escapan a la deducción. Hay realidades que resisten la observación completa. Hay preguntas que no pueden contestarse dentro del sistema que las formula.


Esto no prueba la existencia de Dios. Pero hace que la confianza en un universo puramente material y autosuficiente resulte cada vez más difícil de sostener. El silencio de Dios, a menudo citado como obstáculo para la fe, puede en realidad reflejar nuestras propias limitaciones estructurales. Quizá el silencio no sea ausencia. Quizá sea la señal de que no estamos equipados para descifrarlo.

La fe, vista desde esta perspectiva, no es un salto al vacío. Es el reconocimiento de la arquitectura de la razón. Es la disposición a admitir que la explicación tiene bordes. No es superstición. Es humildad epistémica.


Si el universo comenzó en un instante que no podemos explicar, si su estructura depende de constantes que no podemos derivar, si su probabilidad de existir es tan baja que resulta funcionalmente imposible, y si las herramientas que usamos para investigarlo están biológicamente limitadas, entonces no deberíamos descartar la posibilidad de un orden superior más allá de nuestro alcance.

Creer no siempre implica ver más. A veces comienza por reconocer lo que no podemos ver.


En mi último libro, The Converted Atheist, exploro estas cuestiones con mayor profundidad, desde la cosmología hasta la conciencia, desde la probabilidad hasta el propósito. El camino no consiste en abandonar la ciencia, sino en seguirla hasta sus límites. Como suele parafrasearse al físico Nobel Werner Heisenberg, “El primer sorbo del vaso de las ciencias naturales te convertirá en ateo, pero al fondo del vaso Dios te espera.” Aunque la atribución es discutida, la intuición sigue siendo poderosa. Cuanto más profundamente comprendemos la complejidad, el orden y el misterio de la existencia, más nos sentimos atraídos no desde la creencia, sino hacia ella. No por miedo ni por tradición, sino por honestidad intelectual. Somos improbables, pero aquí estamos. Y esa puede ser la primera pista.


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