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Una cultura vocacional no depende de que haya vocaciones sino de tener claro qué necesita nuestra comunidad.

Foto del escritor: Fray DinoFray Dino

Comparto al final de este artículo el documento final de ponencias del Congreso vocacional 2025.

Pero destaco aquí estos puntos de la conferencia de Eloy Bueno de la Fuente, por creer que son importantes para nuestro trabajo en este capítulo y tiempo de precapítulo.


Sobre la importancia y necesidad de COMUNIDADES UNIDAS en las que todos estén de acuerdo en qué se necesita, qué debemos cuidar, mejorar, crecer, corregir... ¿Te imaginas una comunidad en absoluta comunión, en medio de todas nuestras diferencias y peculiaridades?

Es posible. Aún hay mucha vida, mucha fe, ganas de trabajar, y muchos laicos que viven su fe y trabajan con nosotros, en cada comunidad, que sienten esta necesidad de vocaciones.


6. El protagonismo de la comunidad en el florecimiento vocacional

Dado el amplio espectro de dimensiones y de posibilidades y, teniendo en cuenta que todas las vocaciones son necesarias, una espiritualidad auténticamente eclesial no puede entenderlas como rivales o concurrentes, sino como una gracia para el enriquecimiento recíproco, para la solidez del “nosotros” eclesial.

Desde este presupuesto se podrá articular de modo efectivo la co-responsabilidad diferenciada, como acto de fidelidad a la propia vocación, a la Iglesia, al entorno político y a la familia humana.

Para que ello sea realidad se requiere que junto a la opción personal se reconozca el protagonismo de la comunidad como sujeto consciente y responsable:

es ella la que tiene que cuidar su figura y su testimonio colectivo, y por ello ella tiene que llamar y discernir; en consecuencia toda pastoral de la Iglesia debe ser pastoral vocacional; por ello la crisis vocacional, en la medida en que exista, será también crisis de los que no llaman (de ahí la importancia de crear una cultura vocacional que penetre la sensibilidad de todos los bautizados).


Toda vocación es comunitaria/eclesial y por tanto sinodal, en cuanto que en la propia vocación hay que reconocer la prioridad de los otros y la vocación/misión de la Iglesia, del “nosotros”. En la medida en que no se haga así, se cae en el clericalismo, que es ciertamente tentación de los clérigos, pero igualmente de los laicos. Francisco ha alertado con frecuencia frente a este peligro, que se produce cuando la vocación es utilizada para ocupar espacios (de poder) más que para suscitar procesos en favor del testimonio y de la misión comunitarios.


En la misma línea en Gaudete et Exsultate advierte de un doble peligro en la vocación común a la santidad: el gnosticismo y el pelagianismo; ambos en último término acaban en un inmanentismo antropocéntrico y en un elitismo narcisista, en un autoritarismo que se apoya en la propia superioridad que busca imponerse sobre los demás. Esta actitud relega la necesidad prioritaria de caminar con los otros de cara al encargo de evangelizar.


Por ello la comunidad debe ser protagonista también en las vocaciones singulares. Cada uno debería afirmar como san Agustín: para vosotros soy catequista, director de canto, administrador de las colectas… pero con vosotros y entre vosotros soy cristiano. Esta actitud constituye un criterio que garantiza el carácter auténtico de la vocación cristiana.

Este (necesario y conveniente) protagonismo de la comunidad puede ser iluminado y confirmado por algunos testimonios de la antigüedad que pueden interpelar nuestro presente. Resulta sorprendente constatar que durante siglos, en los que las necesidades no eran menores que en la actualidad, no se encuentran en la literatura cristiana referencias a lo que hoy denominamos “problema vocacional”.

La razón parece evidente: la comunidad como tal trata de cultivar el florecimiento vocacional. Los mismos cristianos normales, en cuanto se sentían Iglesia, sin ser misioneros “oficiales” contribuyeron a la difusión del Evangelio a través de las gestiones comerciales, de los viajes de diverso tipo, de la movilidad del ejército…; en el caso, posible en los primeros siglos, de que el obispo fuera iletrado (Didaskalía Apostolorum 4) adquiría más importancia la función y la tarea del lector.

Las necesidades de la vida comunitaria y la conciencia eclesial provocaban el florecimiento de vocaciones diversas para el bien común y para la misión.

Esta lógica de fondo se percibe con claridad en el caso de los ministros ordenados. A nivel de principio quedaban excluidas (hasta ser consideradas nulas en ocasiones) las ordenaciones “absolutas”, porque parecía obvio que toda ordenación se realizaba de cara a un ministerio concreto, nunca de modo general e indeterminado.

La consagración de un obispo para una diócesis deja ver el papel protagonista de la iglesia que lo recibe, que ha de expresar su aceptación y su acogida. En el centro no se encuentra la transmisión de poderes a un individuo concreto, sino el don que se otorga a una iglesia, la cual debe expresar su aceptación en el acto litúrgico.

La clave del proceso se encuentra en la necesidad de la iglesia, no tanto en la iniciativa o predisposición del sujeto. Incluso la iniciativa particular era vista con reticencia, porque se sospechaba que pudiera ocultar intereses inconfesables de poder, de prestigio o de dinero. Hubo ocasiones en las que la comunidad llegó a “forzar” a algunos monjes a aceptar el episcopado, y son conocidos casos de personajes relevantes (Cipriano, Ambrosio, Agustín…) que son aclamados públicamente como candidatos al episcopado de la iglesia, porque los consideraban adecuados en aquel momento histórico concreto (aunque aún no estuvieran bautizados, como Ambrosio de Milán).

No era infrecuente (como en el caso de Agustín) que los afectados procuraran evitar el nombramiento, mediante la huida o el ocultamiento. Esta reacción sin embargo era vista como un dato a su favor.


Igualmente ilustrativa es la argumentación de algunas de estas personas cuando superan sus reticencias y aceptan la propuesta de la iglesia: el cristiano no debe vivir para sí mismo sino para Jesucristo que se hace presente en su comunidad; la actitud de servicio y el amor al prójimo implica dar una respuesta a las necesidades de la Iglesia.


En la vida misma de la Iglesia se contienen una eclesiología y una espiritualidad vividas, que conservan plenamente su valor más allá de los condicionamientos históricos: en cada discernimiento vocacional debe tenerse en cuenta el bien de la

iglesia, y la misma iglesia debe realizar un discernimiento vocacional para garantizar la fidelidad a su identidad y a su misión.


7. El discernimiento comunitario

Para que cada uno de los bautizados aprenda la importancia del discernimiento a nivel personal es importante que experimente esa práctica como algo habitual a nivel de diócesis y de parroquia. En el Nuevo Testamento, especialmente en Hechos de los Apóstoles, encontramos ejemplos paradigmáticos, propios de una Iglesia que está dando los primeros pasos en su camino histórico, si bien con métodos y actitudes que encierran un valor permanente para discernir vocaciones, carismas y ministerios.


El capítulo 6 de Hechos de los apóstoles narra el proceso realizado para identificar personas que pudieran atender a los sectores que se sentían marginados, porque los apóstoles tenían que dedicarse a lo más peculiar de su carisma y de su ministerio. En el capítulo 15 se relata el encuentro en el que se establecieron los criterios de cara a la admisión de los paganos en el seno de la comunidad, pues su integración planteaba problemas o reticencias en algunos. En estos casos se trata de interpretar los signos de los tiempos, de iluminar desde la Palabra de Dios las necesidades del momento, de reconocer los carismas o capacidades de algunos en beneficio del “nosotros


Por su brevedad y concreción puede servir como magnífico punto de referencia 13,1-3. Conviene señalar de modo explícito algunos aspectos que nos permitan captar la la hondura de lo que aparentemente no son más que anécdotas o sucesos circunstanciales. Ante todo se presenta como protagonista la ekklesía, reunida como asamblea en un contexto litúrgico, conscientes de la presencia y de la acción del Espíritu que realiza la unión del “nosotros” con el objetivo de la misión a realizar.


En ese marco surge la interpelación: el Evangelio, a partir de Jerusalén, había llegado hasta Antioquía, gracias a la acción de misioneros y al aliento del Espíritu; en consecuencia se les impone de modo necesario el interrogante: ¿el Evangelio ha llegado a Antioquía para quedarse allí, o como un lugar de paso para llegar a otros lugares, a otras personas? La ekklesía se sitúa ante el dinamismo del Evangelio, pues de él nació ella misma y por tanto debe existir a su servicio.


La respuesta resultaba obvia. A partir de esa opción comunitaria se impone el aso siguiente: ¿quién de los presentes tiene la vocación (o el carisma) para asumir esa responsabilidad en nombre de todos? La designación de Pablo y Bernabé acontece por el Espíritu a través de la comunidad porque van a asumir una misión en nombre de todos y en favor de todos. Podemos decir que Pablo y Bernabé han integrado su propio discernimiento en el seno de la ekklesía y en la fecundidad del Espíritu.


El proceso de discernimiento finaliza con la imposición de manos de todos los presentes sobre quienes han sido a la vez llamados y designados. La vocación y el carisma desembocan -podríamos decir- en un ministerio de la iglesia. Lo personal y lo comunitario se funden en la ekklesía y en el Espíritu. La decisión vocacional de la persona individual no puede quedar aislada de la vida de la comunidad, de la misión de la iglesia concreta.


El discernimiento vocacional personal es a la vez comunitario, porque así la iglesia adquiere una figura coherente con su identidad, pues no puede carecer de vocaciones que se consagren al Evangelio en su voluntad de alcanzar a todos los pueblos; gracias a ello cada uno contribuye al equilibrio y a la armonía del conjunto eclesial.


En este tipo de discernimiento podemos ver una doble dialéctica, que forma parte del estilo sinodal y que contribuye a la vertebración y a la consolidación del sujeto eclesial, por lo que igualmente le debemos reconocer un valor permanente.


En primer lugar la dialéctica algunos/todos:

en la Iglesia todo es de todos, pero no todos pueden hacerlo todo, por lo que algunos -en nombre de todos y al servicio de todos- asumen una determinada tarea, que no por eso deja de ser de todos. La propia vocación surge en muchas ocasiones al constatar las carencias o necesidades de la vida eclesial. Es la iglesia, por ejemplo, la responsable de la educación y de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones; pero no todos pueden ser catequistas; por tanto algunos lo asumen como vocación (o ministerio) en la Iglesia; la presencia del Evangelio en el espacio público o en el territorio corresponde a la iglesia en su conjunto, pero algunos lo asumen de modo más consciente participando en las organizaciones del barrio, en los movimientos sociales o en las estructuras económicas y políticas; este compromiso lo realizan desde su condición de vecinos del barrio, de sus competencias profesionales, o de miembros de una familia.


En segundo lugar la dialéctica carisma/ministerios;

la Iglesia, como realidad personal movida por el Espíritu, es una realidad carismática: el mismo Espíritu enriquece los dones naturales de las personas con gracias particulares que potencian aquellos; el carisma contiene siempre un triple momento:

a) es un don personal,

b) otorgado en el seno de la iglesia y en favor de la iglesia,

c) para que esta pueda realizar su misión.


El dinamismo carismático no debe ser fuente de anarquía o de desorden, como advertía el mismo Pablo: por un lado ensalza como el más elevado de los carismas la caridad, pues favorece la unión del edificio eclesial; por otro lado recuerda que los diversos carismas se necesitan recíprocamente, pues cada uno es un órgano necesario para el buen funcionamiento del cuerpo (de Cristo).

Algunos carismas pueden dar origen a la constitución de ministerios, cuando el discernimiento comunitario considera que se trata de funciones permanentes, esenciales y estables.

Seguramente aquí encontramos una de las carencias más llamativas de nuestras prácticas eclesiales: la falta de práctica en el discernimiento de los carismas y la falta de creatividad en la constitución de ministerios. Es un campo abierto para el futuro: dejar espacio al desarrollo de las vocaciones y de los carismas para identificar los que merecen ser establecidos como ministerios.


El Sínodo sobre la sinodalidad aporta perspectivas y propuestas sugerentes y prometedoras en este campo. Alude a la conveniencia de discernir si entre las funciones que realizan los ministros ordenados hay algunas que podrían ser asumidas por otros personas. Igualmente insiste repetidamente en la conveniencia de que las diócesis, en virtud del contexto concreto, actúen con creatividad para suscitar las vocaciones y los ministerios en ámbitos de la pastoral especialmente urgentes o relevantes.


El discernimiento debe afectar a la recepción y desarrollo de las novedades suscitadas a raíz del Vaticano II; de modo concreto: ¿la nueva modalidad del diaconado ha servido para descubrir y valorar el ministerio diaconal, no como paso hacia el presbiterado sino como necesidad de la Iglesia?, ¿ha habido toma de conciencia de las actividades o funciones que pueden desempeñar los lectores y acólitos, tanto hombres como mujeres?, ¿es suficiente la revalorización del ministerio catequético o se requieren iniciativas más intensas?, ¿son suficientemente significativas y relevantes las celebraciones de envío al inicio del curso, como ya se va haciendo habitual en muchas diócesis?


8. La configuración de una cultura vocacional

La Iglesia, en cuanto comunidad de llamados, es madre de vocaciones, generadora permanente de vocaciones, en las que debe tener en cuenta tanto las

necesidades de la Iglesia como los signos de los tiempos.

Desde esta doble coordenada se comprende que la pastoral vocacional no debería ser considerada como una parte o como un sector de la pastoral, sino como transversal a toda la pastoral; si la pastoral es realmente global y busca el equilibrio de la figura de la Iglesia, vive-de y a la vez fomenta la existencia de vocaciones más especializadas; así adquiere todo su sentido eclesial el consejo diocesano de pastoral o el consejo parroquial, pues deben tener en cuenta la presencia de todas las dimensiones o actividades de la Iglesia. Desde esta clave podemos entender y aceptar que la pastoral vocacional es la perspectiva originaria de la pastoral general (Christus vivit 26), e incluso que la pastoral vocacional es la vocación de la pastoral.


Desde este punto de vista la confirmación como sacramento del Espíritu puede mostrar todo su sentido en la dinámica de la iniciación cristiana.

El Espíritu ya actuaba en la renovación bautismal pero se manifiesta (a la luz de Pentecostés) en toda su pluriformidad a la luz de la misión, de la salida del cenáculo, en el encuentro con la pluralidad de la humanidad; en la confirmación la presencia del obispo ratifica en lo concreto la dimensión comunitaria de la vocación/carisma, que apunta en la eucaristía, donde se sella la eclesialidad de la vocación.


La ekklesía queda así constituida como activa en el discernimiento, la promoción y la aceptación de cada vocación; es la ekklesía la que debe ayudar a descubrir, y por eso también debe acompañar y crear itinerarios formativos y espirituales para los llamados.

No resulta exagerado afirmar que es una pastoral difícil, porque apunta a lo más peculiar del ser-Iglesia; pero por ello debe llevar consigo los mejores esfuerzos, y debe ser acompañada por una acción permanente de oración (como invocación al Espíritu), debe reflejarse en la liturgia, especialmente en la eucaristía dominical, para hacer patente la constitución vocacional de la asamblea y el ejercicio real de ministerios y vocaciones en la vida cotidiana de la Iglesia.





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