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VI domingo de Pascua:

. El Espíritu Santo, protagonista del tiempo pascual

  • A medida que concluye el tiempo pascual, la liturgia dirige nuestra atención hacia el Espíritu Santo y su venida en Pentecostés.

  • El Evangelio y la primera lectura nos introducen en su acción como maestro, recordador e intérprete de la Palabra.


👂 2. La Trinidad como clave de la revelación

  • Karl Barth afirma que si Dios habla, eso implica una Trinidad:

    • Padre: el que habla.

    • Hijo: la Palabra pronunciada.

    • Espíritu Santo: el intérprete que ayuda a entender esa Palabra divina.


📚 3. Revelación dinámica, no estática

  • La doctrina no es una pelota que se pasa sin cambiar.

  • La revelación crece y se desarrolla como:

    • Un río que se ensancha.

    • Una bellota que se convierte en árbol.

    • Una idea viva en mentes vivas.


🧠 4. John Henry Newman: vivir es cambiar

  • El cambio no es relativismo, sino maduración.

  • “Vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo”.

  • Como decía Chesterton: hay que volver a pintar el poste blanco para que siga siendo blanco.


🏛️ 5. El Espíritu guía a la Iglesia en sus decisiones

  • El Concilio de Jerusalén es el primer ejemplo:

    • Surge de una tensión real entre el judaísmo y el cristianismo naciente.

    • Tras diálogo y discernimiento, concluyen: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido…”

  • Este modelo se ha repetido en los concilios y sínodos a lo largo de la historia.


🌆 6. Apocalipsis: hacia la plenitud en Cristo

  • La Nueva Jerusalén es símbolo de la plenitud escatológica: la revelación totalmente desplegada.

  • Todavía no estamos allí: vivimos en el tiempo del desarrollo, guiados por el Espíritu.


🙌 7. Conclusión alentadora

  • Aunque el proceso parezca a veces caótico, el Espíritu Santo guía fielmente a la Iglesia.

  • La historia de la Iglesia es la historia de cómo el Espíritu sigue hablando y actuando.


La paz esté con vosotros.

Amigos, hemos llegado al sexto domingo de Pascua, así que nos estamos acercando al final del tiempo pascual, y eso significa que las lecturas empiezan a hablarnos del Espíritu Santo. La Iglesia nos está preparando para la gran solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu.


Volvemos a la llamada oración sacerdotal de Jesús. La noche antes de morir, hablando con sus discípulos, dice: “El que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Es una de las grandes verdades del cristianismo: la inhabitación de las Personas trinitarias. Es algo precioso. Pero quiero centrarme en lo que viene a continuación. Él dice: “Os he hablado de esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará cuanto yo os he dicho”.

Karl Barth, el gran teólogo protestante del siglo pasado, decía: “La afirmación de que Dios ha hablado implica la Trinidad”. Quería decir que, si afirmamos que Dios ha hablado —una intuición fundamental de la Biblia—, eso implica que en Dios tiene que haber un hablante, a quien llamamos el Padre; una Palabra pronunciada, que es el Hijo; y, añadía Barth, un intérprete de esa Palabra. ¿Por qué? Porque la Palabra divina es demasiado grande para nuestras mentes limitadas. No basta con un intérprete humano —ese no nos serviría de ayuda—, necesitamos un intérprete divino para una Palabra divina. Pues bien, eso es precisamente lo que está ocurriendo aquí. “Os he hablado de esto porque el Padre ha pronunciado su Palabra” en Jesús. “Pero el Padre y yo enviaremos un Paráclito”, dice en español. En griego, parakletos. “Kaleo” significa llamar, y “para”, en este contexto, significa junto a, al lado. Es decir, llamar a alguien para que venga en nuestra ayuda. La imagen es la de un abogado o consejero en medio de un juicio, alguien a quien se llama para que nos asista. Por eso parakletos se traduce al latín como advocatus: vocatus significa llamado, ad significa hacia. “Ven y ayúdame”, de ahí “abogado”.


¿Y qué hará el Espíritu Santo? “Os lo enseñará todo”.

Y esto es un punto realmente importante. No podemos pensar en la revelación divina como si fuera un balón de fútbol que se entrega una vez y luego se va pasando de mano en mano sin cambio alguno. Esa es una visión excesivamente rígida y estática del proceso. Siempre recurro aquí a John Henry Newman, cuando habla del desarrollo de la doctrina. Pero, por favor, os prohíbo leer esto en clave relativista.

Newman decía: “Las ideas no existen de forma estática en una página, sino que viven en el diálogo de mentes vivas”. Yo tengo una idea. La considero, le doy vueltas, la miro desde diferentes ángulos, la medito. Luego vengo y os la comparto, os digo lo que pienso, y hacéis lo mismo: la recibís, le dais vueltas, reflexionáis, la debatís. Después se la transmitimos a otra persona, y así, la idea entra en una conversación viva. Y lo que sucede es que, en ese proceso, la idea crece, se desarrolla, se despliega. No se convierte en algo distinto, sino que llega a ser más plenamente lo que es.


Muchas imágenes pueden ilustrar esto: Newman hablaba del desarrollo como un río que comienza siendo un pequeño manantial y, al avanzar en el espacio y el tiempo, se ensancha, se profundiza, recoge afluentes y se convierte en un gran río. Pensad en el nacimiento del Misisipi y en su desembocadura: parecen distintos, pero son el mismo río que ha llegado a ser más plenamente él mismo. Del mismo modo, una bellota pequeña se abre, absorbe nutrientes, interactúa con su entorno, y crece, se desarrolla, brota, echa ramas y hojas. Está cambiando, sí, pero para ser más plenamente lo que es.


He ahí la paradoja: los seres vivos cambian para seguir siendo lo que son. Si un ser vivo muere, es porque ha dejado de cambiar. Al poco tiempo, deja de ser lo que era. Un árbol muerto ya no es un árbol; se convierte en otra cosa. Un animal muerto deja pronto de ser un animal y pasa a formar parte del entorno. Los seres vivos están marcados por el cambio y el desarrollo. La famosa frase de Newman lo resume perfectamente: “Vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado muchas veces”.


Y, repito, os prohíbo leer esto como una especie de relativismo sesentero. ¡No significa eso! No es “todo cambia, da igual”. No. Significa que cambian para seguir siendo lo que son, para desplegarse volviéndose más auténticas. Siempre me viene a la mente una gran imagen de Chesterton: “Hay un poste blanco, perfectamente pintado. Tu tarea es conservarlo tal como está. ¿Qué tienes que hacer? Pintarlo constantemente”. Si lo dejas como está, sin tocarlo, aunque esté perfecto, en poco tiempo se volverá negro. Hay que volver a pintarlo una y otra vez para que siga siendo lo que es. Lo mismo ocurre con las ideas: deben desarrollarse para seguir siendo ellas mismas.


La gran revelación que nos ha sido dada en Jesús —sí, Él es el Logos divino— “En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”. Esa Palabra se hizo carne, habitó entre nosotros, predicó, proclamó. El Padre ha pronunciado su Palabra, sí. Pero lo hizo ante mentes humanas que la asimilan, la reflexionan, la contemplan desde distintos ángulos y luego la transmiten a otros que hacen lo mismo.


Fijaos ahora en cómo este proceso se despliega en el espacio, cuando la idea se difunde por el mundo, por ciudades, por regiones. Luego, ampliadlo en el tiempo: un teólogo reflexiona sobre Jesús, transmite su reflexión a la generación siguiente, y así sucesivamente, hasta llegar a personas que él nunca conoció. Y sin embargo, la idea ha seguido desarrollándose.


Si esto es cierto, necesitamos un intérprete de la Palabra. No basta con decir: “Ah, sí, yo ya he entendido el Logos”. No. Las ideas se despliegan con el tiempo para seguir siendo lo que son. Por eso necesitamos, sí, al advocatus, al parakletos, al Paráclito, al Espíritu Santo, que guiará a la Iglesia hacia toda la verdad. Lo repito: “Os lo enseñará todo”. No es algo simplemente entregado, es algo que se despliega con el tiempo y el espacio.


Bien, con todo esto en mente, vayamos al Evangelio y observad este pasaje extraordinario de los Hechos de los Apóstoles. Ese texto maravilloso que nos cuenta los primeros días de la Iglesia, lo que hacían. Lo que se describe aquí es el primer concilio —o sínodo, si preferís— de la Iglesia: el Concilio de Jerusalén.


¿Cuál era el problema al principio?

Uno muy importante, aunque hoy no lo parezca: el cristianismo nace del judaísmo clásico. Los primeros cristianos eran judíos. Jesús era judío. Así que el cristianismo surge del judaísmo. La cuestión era: “¿Hasta qué punto debemos seguir siendo judíos? ¿Y hasta qué punto esto es algo nuevo? ¿Qué relación hay entre el judaísmo y el movimiento de Jesús?”.

Esto lo vemos claramente en las cartas de san Pablo. Él predica la justificación por la gracia mediante la fe, no por la ley. Eso, claro, generó tensión con los cristianos judíos. “¿Cómo que la ley ya no? ¡Si la ley lo es todo!”. Era un problema. Se reúnen —Pablo, Bernabé y otros— y lo discuten. ¿Qué hacen? Han recibido las enseñanzas de Jesús, la revelación, y se enfrentan a esta pregunta. Reflexionan, se interrogan, debaten, argumentan, confrontan, le dan vueltas a la idea hasta llegar a una resolución.


Y la resolución es la que Pablo expresa: el cristianismo, por supuesto, sigue siendo un movimiento profundamente judío —no puede entenderse sin el judaísmo—, pero al mismo tiempo hay en Jesús algo tan nuevo que ya no estamos obligados a seguir los preceptos judiciales y dietéticos de la antigua ley.

Hicieron una distinción, tomaron una decisión. Y entonces viene esa frase maravillosa, al final de todo el proceso: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponeros más cargas que las estrictamente necesarias”, y demás. Anuncian su decisión. Pero me encanta esa frase: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido”. Es decir, esta comunidad, guiada por el advocatus, el Paráclito, ha sido conducida a una verdad más profunda.

Amigos, en apenas unas décadas después de la muerte y resurrección de Jesús, ya tenemos este primer concilio. Ha habido veinte concilios ecuménicos, incluyendo el Concilio Vaticano II, que tuvo lugar en mi propia vida. Más o menos una vez por siglo, la Iglesia afronta una crisis y debe repensar lo que cree, lo que practica, debatiendo consigo misma, reflexionando sobre sus ideas, dejando que se desarrollen en el tiempo y el espacio. Y en momentos clave, la Iglesia debe reunirse en un sínodo o concilio. Y al final, dice alguna versión de esta frase: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido”.


Esa es la belleza de la historia de la Iglesia. Por eso la estudiamos: no como una disciplina antigua, sino como el estudio del Espíritu Santo. ¿Qué ha hecho el Espíritu? Ha guiado a la Iglesia hacia toda la verdad.


Y ahora, como prometí, echemos un vistazo a la segunda lectura del libro del Apocalipsis. Estamos casi al final. Y vemos la culminación de la revelación bíblica: la llegada de la Nueva Jerusalén. Leemos esta magnífica descripción: “Me mostró Jerusalén, la ciudad santa, que descendía del cielo, resplandeciente con la gloria de Dios. Su fulgor era semejante al de una piedra preciosa, como un diamante cristalino”.

He aquí esta ciudad hermosa, completa, perfecta. ¿Qué representa? La plenitud de la vida en Cristo, el final de todo el desarrollo, el punto donde la idea de la encarnación alcanza su perfección total. Y ese es el punto: aún no hemos llegado. Todavía no. Eso llegará en la culminación de los tiempos. Ahora vivimos en el tiempo de la Iglesia. La gran revelación que nos dio Jesús sigue desarrollándose, como un río, como un árbol, como una planta, como una idea viva en mentes vivas. Y está ocurriendo. Y sí, a veces parece un proceso caótico, pero confiamos en que sucede bajo la guía del Paráclito, del Espíritu Santo.



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