23 oct
13 sept
13 sept

“¿Qué es el hombre?” de Joseph Ratzinger (conferencia de Tubinga, 1966–1969; publicada en Humanitas):
Ratzinger parte de una constatación: el hombre es una pregunta abierta. No está “cerrado” ni terminado; tiene que decidir qué significa ser hombre, incluso cuando “no decide” (porque también eso lo moldea). Por eso la cuestión antropológica se vuelve existencial.
En el siglo XX se derrumban definiciones “cerradas” del hombre, y aparecen tres tensiones:
Libertad radical (existencialismo): Sartre ve al hombre como “condenado” a la libertad, obligado a inventarse.
Condicionamiento biológico (evolución, conductismo): el hombre aparece atado al proceso vital, con una animalidad siempre presente.
Condicionamiento social/económico (marxismo): el hombre sería producto de estructuras, y el espíritu un reflejo de necesidades sociales.
Resultado: vivimos entre una libertad gigantesca y una sensación de estar determinados por fuerzas biológicas y sociales. Y las respuestas cristianas “de manual” (cuerpo + alma como dos piezas separadas) suenan insuficientes si no se replantean.
Ratzinger va a Génesis 1 y al Salmo 8:
Todo ser humano, sin distinción de raza, mérito o estatus, posee dignidad inviolable.
Esa dignidad no es un premio social: es un derecho no otorgado por el hombre, y por eso nadie puede convertir al hombre en propiedad (ni de otro, ni siquiera “totalmente de sí mismo” como si fuera cosa manipulable).
Importante: la Biblia no divide al hombre en “espíritu vs. cuerpo” como dos mitades; habla del hombre entero.
Y aquí introduce una clave patrística (San Agustín): ser imagen de Dios significa capacidad de Dios (capax Dei). O sea:
la “imagen” no es una pieza interna, sino una relación viva;
el hombre está hecho con una apertura a la trascendencia, una necesidad de ir más allá de sí mismo hacia lo absoluto.
En una frase: el “Rubicón” de lo humano es poder trascender, no solo fabricar, producir o adaptarse.
La Biblia también es brutalmente realista:
“las trazas del corazón humano son malas desde su niñez” (Gen 8,21)
“polvo eres y al polvo volverás” (Gen 3,19)
Jesús mismo dice: “vosotros, siendo malos…” (Mt 7,11)
Además, los relatos iniciales (pecado original, Caín y Abel, diluvio, Babel) muestran al hombre como capaz de grandeza, pero también inclinado al egoísmo, a la violencia y a la autosuficiencia.
El punto culminante de esta “radiografía” es Jn 19,5: “He aquí el hombre”. Pilato, sin querer, proclama una verdad: el hombre aparece en Cristo coronado de espinas, humillado… y precisamente ahí se revela lo humano en su verdad más honda.
Ratzinger observa un patrón bíblico: pares de hermanos (Caín/Abel, Ismael/Isaac, Esaú/Jacob…) como símbolo de la tensión humana:
luz y sombra,
grandeza y miseria.
Pero con un giro: no están tan separados. “Caín está en Abel y Abel en Caín”: ninguno puede presumir de pureza. Es un realismo que desmonta la autosatisfacción moral.
San Pablo lo formula como primer Adán vs. nuevo Adán (Cristo):
El primer Adán representa la tentación de alzarse para ser como Dios por apropiación, por soberanía autoafirmada. Eso termina en autodestrucción y ruptura.
Cristo (Fil 2,5–11) revela otro camino: no se aferra, se vacía, se entrega, se hace “para los otros”.Y ahí está la verdadera elevación del hombre: la grandeza humana pasa por el amor y la entrega, no por el puro “poder-hacer”.
Conclusión: el hombre es un ser todavía por venir; su futuro auténtico se abre como don, no como simple producto de técnica o de dominio. La respuesta cristiana a “¿qué es el hombre?” es finalmente Cristo, y el modo de ser hombre que Él inaugura: salir del egoísmo hacia la verdad y el amor.

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