23 oct
13 sept
13 sept

Hoy leemos 2 Timoteo 2,8-9. Pablo, gran testigo del Evangelio, nos invita a redescubrir qué significa realmente “el Evangelio”.
Pablo, en su carta a Timoteo, va directo al núcleo de la fe cristiana:
“Recuerda siempre que Jesucristo, descendiente de David, resucitó de entre los muertos conforme al evangelio que yo predico.”
Esa frase condensa toda la fe cristiana. Pablo no habla aquí de una doctrina secundaria, ni de una ética, ni siquiera de un sistema teológico, sino del Evangelio mismo. Y el Evangelio no es una idea, ni una moral, ni una filosofía: es una persona, Jesús mismo.
No cabe decir que el Evangelio es “todo lo que hagais por el más pequeño de mis hermanos”, refiriéndose a la enseñanza social de Jesús. Eso es una consecuencia ética del Evangelio, pero no es el Evangelio mismo.
En un diálogo ecuménico, los interlocutores protestantes definían el Evangelio como “la justificación por la gracia mediante la fe”. De nuevo, eso es una implicación doctrinal del Evangelio, pero no su esencia.
Por tanto, el Evangelio no es un mensaje moral ni una teoría sobre la salvación. Es la persona viva de Jesucristo, el acontecimiento de su muerte y resurrección.
Cuando Pablo dice “mi Evangelio”, no está hablando de su versión personal del mensaje, sino de Jesucristo mismo, el “Ungido” (Cristo) que ha resucitado y es descendiente de Davi.:
“Resucitado de entre los muertos”: Cristo venció al pecado y a la muerte. La resurrección no es un símbolo, sino el triunfo real de Dios sobre el mal.
“Descendiente de David”: Esto conecta a Jesús con la historia de Israel. David fue el rey que unió a las doce tribus, estableció Jerusalén y el culto al Dios verdadero. Pero su reinado fue imperfecto: su pecado y la división del reino mostraron la necesidad de un nuevo y perfecto Rey.
Israel, por tanto, anhelaba un nuevo David, el Mesías (en hebreo Mashíaj, el “ungido”) que cumpliría plenamente la promesa divina.
Un giro dramático tuvo lugar en Saulo para ser Pablo. Como fariseo, Saulo consideraba imposible que un crucificado pudiera ser el Mesías: el Mesías debía reinar, no morir en la cruz. Por eso persiguió con celo al movimiento cristiano… hasta que lo vio.
En el camino a Damasco no recibió una idea nueva, ni una ética, sino una aparición transformadora:
“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesús, a quien tú persigues.”
Ahí entendió todo: Jesús crucificado y resucitado es el nuevo David, el verdadero Rey, el Señor de la historia.
Pablo comprendió entonces que Cristo cumple y supera la misión de David:
Reúne a las tribus: en la Iglesia, une a todos los pueblos, judíos y gentiles.
Restablece el verdadero culto: no en un templo de piedra, sino en su propio Cuerpo entregado y resucitado.
Vence a los enemigos: no a ejércitos, sino al pecado, la muerte y todas las fuerzas del mal.
En la cruz, Jesús tomó sobre sí todos los enemigos de Dios —odio, violencia, muerte— y los derrotó con el poder del amor. La resurrección es la victoria definitiva de Dios sobre todo lo que esclaviza al hombre.
Pablo añade:
“Por este Evangelio sufro hasta llevar cadenas como un malhechor.”
El predicador comenta: si Pablo predicara solo una “espiritualidad inofensiva”, nadie lo habría encarcelado. Pero él proclamaba una afirmación explosiva:
“Jesús es el Señor.” No el César, ni el dinero, ni el poder, ni la nación, ni el placer.
Esa proclamación sigue siendo radicalmente subversiva en todas las épocas, porque desafía a todos los falsos “reyes” de la historia.
Aunque Pablo esté preso, la Palabra de Dios no puede ser encadenada. Han encarcelado a muchos testigos —desde Pablo hasta San Maximiliano Kolbe—, pero el Evangelio sigue libre, porque Cristo resucitado no puede ser aprisionado.
El mensaje final es claro:
“Jesucristo, descendiente de David, resucitado de entre los muertos.” Ese es el Evangelio. Todo lo demás —moral, liturgia, doctrina, obras de caridad— son consecuencias de esta verdad central.
El cristianismo no es una teoría sobre Dios, sino una relación viva con Cristo resucitado, el verdadero Rey y Salvador. Él es la Buena Nueva en persona.
El Evangelio no es una enseñanza, sino una Persona: Jesús.
Jesús es el nuevo David, que une, salva y reina.
Su muerte y resurrección son la victoria de Dios.
Predicarlo implica persecución, porque significa afirmar que solo Cristo es Señor.
Pero su Palabra jamás será encadenada.

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