¿En qué se diferencia una madre creyente de una madre no creyente?
- Fray Dino
- 2 may
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Una madre creyente da testimonio, con su vida de cada día, de algo que parece imposible: un amor que dio su vida por todos y en todos los detalles.
Hoy sábado 3 de mayo celebramos en la parroquia, encuentro de todos los grupos diocesanos de 'Oración de madres'. Y lo celebramos con una eucaristía 20:00h y una oración de madres 20:40, con adoración al Santísimo.
Alabamos y agradecemos a Dios por un don insustituible, fundamental en la vida de cada uno de nosotros: la madre. No solo como figura biológica, sino como testigo de fe, sembradora del amor a Dios.
Una madre cristiana que además de ser madre en el servicio de cada día, da testimonio con su vida y su palabra de un AMOR más grande que toda nuestra capacidad de amar. De una entrega semejante a la de Cristo: en el silencio, en los detalles, en la oración. Como decía san Juan Pablo II:
“La historia de cada persona está marcada profundamente por la presencia de una madre... La maternidad contiene en sí misma una comunión especial con el misterio de la vida.”(Carta a las Mujeres, 1995)
I. María, la Madre creyente
Toda madre cristiana encuentra en la Virgen María su modelo más sublime. Ella no solo fue la madre de Jesús en la carne, sino la primera creyente, la que dijo “sí” y acogió el misterio con confianza. Como afirma san Ireneo:
“Por su obediencia, María fue causa de salvación para sí misma y para todo el género humano.”(Adversus Haereses, III, 22, 4)
María no lo entendió todo, pero lo abrazó todo con fe. Y ahí está su primer testimonio: una madre creyente no necesita tener todas las respuestas en su propia mano, sabe que están en las manos de Dios. Confianza en Dios.
II. Las madres, cuna de la fe doméstica
Desde los primeros siglos del cristianismo, las madres han sido el primer catecismo vivo. San Pablo dice al escribir a Timoteo:
“Recuerdo la fe sincera que hay en ti, la misma que hubo primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice.”(2 Tim 1,5)
De una madre lo aprendemos todo. Pero hay una cosa que sólo de una madre podemos aprender; a orar y a sentir a Dios. Porque no nos habla con palabras ni ejemplo, sino que ella misma nos comparte su alma. Su oración por nosotros, su bendición de cada día, su rosario al vernos marchar, su beso a la cruz que comparte con nosotros, su paz y su perdón de cada día son los regalos a través de los cuales nos habla Dios.
Santa Teresa de Lisieux fue educada en un hogar donde la fe era el centro del programa diario. Decía de su madre:
“Dios me dio una madre más digna del cielo que de la tierra.”
III. Madres que evangelizan con su vida
Una madre creyente hace a sus hijos hijos de Dios, pues les da el poder de comprender el mundo desde los ojos de Dios. Su ofrecimiento del día, con todo lo que lleva el día: trabajos, pañales, comidas y preocupaciones.
Mamá Margarita, madre de san Juan Bosco, educó con firmeza y ternura a sus hijos, ayudó en el oratorio y mostró que la santidad es posible en la cocina y en el campo.
El Papa Francisco ha dicho:
“Las madres son el antídoto más fuerte contra la difusión del individualismo egoísta. Son quienes aún saben ‘agarrarse’ a los hilos de la vida con ternura, con paciencia, con amor.”(Audiencia general, 7 de enero de 2015)
Mi madre, JEsusa, siempre me ha dicho: aunque alguien no te salude, tu saluda. Aunque alguien no te ayude, tú ayuda...
En un mundo que tiende a centrarse en sí mismo, a quejarse de todo lo que no te favorece a ti, a exigir siemrpe más... el testimonio de una madre creyente te hace persona, buenapersona, capaz de sembrar amor y perdón donde los demás sólo ven tierra hostil.
IV. La fe de las madres cambia el mundo. Y restaura la Iglesia
Todos conocemos el poder de una madre que reza. Hay corazones convertidos y santos construidos sobre las lágrimas silenciosas de una madre. Hay vocaciones nacidas en el regazo de una mujer que dijo “hágase”. Y hay muchas santidades anónimas, escondidas tras delantales y cicatrices de la vida.
Como decía san Agustín de su madre Mónica:
“No puede perderse el hijo de tantas lágrimas.” (Confesiones, III, 11, 19)
Mónica no obligó a Agustín a creer. Lo amó, lo acompañó, y lo puso sin cesar en manos de Dios. Y eso bastó para que su hijo se hiciera santo.
Conclusión
Damos gracias por nuestras madres.
Las que están vivas, y las que ya han partido.
Las que creyeron por nosotros cuando no sabíamos creer.
Las que con su ejemplo pusieron a Cristo en el centro del hogar.
Y a ti, madre María, que ahora nos escuchas, no te canses de interceder por nosotros, aun cuando parezca que no damos fruto.
Dice san Francisco de Sales:
“Las flores se abren con la luz del sol, y los corazones con el calor de una madre creyente.”

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